
Moscas a cañonazos
Montaña Palentina. / DIEGO DE LA IGLESIA
Matar moscas a cañonazos es un “deporte” practicado con dedicación, casi con fruición, en España. Además de con harta frecuencia. Ante una situación punible, sea cual sea, siempre tendemos a tratar de suprimir al más débil -aunque sea el menos perjudicial- con el ímpetu que deberíamos destinar a combatir al más fuerte (sobre todo si enfrentarse a ese “más fuerte”, conlleva un cierto riesgo para nosotros).
La deriva que están tomando ciertos sectores del ecologismo patrio, en cuanto a su postura respecto a las carreras por montaña, está cobrando tintes absolutamente desmesurados, uno casi diría que hasta grotescos, en algunos casos, al punto de que parece que, por correr por la montaña, estuviera cometiendo uno algún execrable delito. Vamos, que yo cualquier jueves de estos, escribo a la FEDME para devolver mis campeonatos de España, como John Lennon, cuando devolvió la medalla de la Orden del Imperio Británico.
La coartada moral que esgrimen estos grupos tan críticos con nuestro deporte, es, a priori, de una irreprochable contundencia: la conservación de la naturaleza. Pero, ay, que esa coartada queda invalidada por la estolidez de sus argumentos, faltos de todo rigor informativo. ¿Dónde están los datos que demuestran que el tránsito ´-limitado, por supuesto- de cierto número de corredores a través de un determinado recorrido en la montaña una vez al año, causa desperfectos irreversibles en ella?
No nos engañemos. En este afán prohibitivo de algunos de estos autoproclamados ecologistas (como si los demás no lo fuéramos) subyace, en mi opinión, una importante dosis de ese germen secular que tan acertadamente plasmara Machado en aquellos inmortales versos: “Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora” cámbiese el “Castilla” por “España”, y ahí lo tenemos.
Es la vieja tradición española del prohibir por prohibir, un clásico, en este país de Torquemadas, que ha cambiado la sotana que antaño vestían los adalides del fanatismo religioso, por los más variopintos disfraces, uno de los cuales es el de estos gurús de lo verde que quieren acabar con el deporte en la montaña, pero que no presentan un solo dato sólido que apoye sus tesis, sino solo opiniones personales, emitidas además desde el más sonrojante desconocimiento.
Bajo una ética y una estética presuntamente progresistas, resulta que en el fondo no son conservacionistas, sino más bien conservadores; pero conservadores en el más rancio sentido de la palabra, pues que el verdadero motivo por el cual no aceptan algo que ignoran, es ese: que lo ignoran, como decía Machado. Parece que el secular fanatismo español ha aprendido la lección y se reafirma, en el seno de la sociedad moderna, negándose a sí mismo.
Ahora, los más fanáticos, son los que más fanáticamente presumen de no serlo. Un lio, ¿a que sí? Hágase la luz. Como esto es un artículo para una web, y no el cronicón del ascenso y caída de las dinastías godas en Hispania, voy a ir al grano, que a mí, más que grano, me parece espinilla, y de las que salen en la frente justo el día en que has quedado con la guapa de la clase.
Bajo una ética y una estética presuntamente progresistas, resulta que en el fondo no son conservacionistas, sino más bien conservadores; pero conservadores en el más rancio sentido de la palabra
Es algo así, para que nos entendamos, como aquel que para prohibir que la gente pegue carteles en su pared, pega un cartelón donde dice: “prohibido pegar carteles”. Desgraciadamente cada vez es más frecuente en este país, y no solo en el ámbito deportivo, que los que abogan por no prohibir, prohíban todo lo que no sean sus prohibiciones particulares y que los que dicen pelear por la libertad, encarcelen todas las libertades que no sean las suyas propias. Tolerancia cero con la tolerancia.
Y así, vemos como algunos de estos neopaladines de lo verde, erigidos y autoproclamados por sí mismos como los guardianes del centeno (del centeno y del trigo y de la alfalfa y de todas las demás especies vegetales y animales del universo mundo), se emplean con la más exquisita delicadeza -por no decir pusilanimidad- en el peliagudo ring de los incendios forestales, la caza furtiva, la contaminación del medio ambiente, la desertización galopante y demás lacras alacranadas, y sin embargo se fajan con el más arduo denuedo contra ese púgil blandito e inocente, con puños de mantequilla, llamado trail.
Borja Fernández, en el nacimiento del Río Duero. / TRAILCYL
Y lo hacen, como decía más arriba, aduciendo razones que no atienden a razones; al menos a razones argumentadas con datos claros, verídicos y concretos. Y dentro de esta dinámica, resulta que ahora, sin que nosotros lo supiéramos, somos todos, menos ellos, cosas muy malísimas que no sabíamos que éramos. Simplemente, por colocarte un dorsal, resulta que eres lo que se dice un auténtico bicho para los bichos, un naturicópata que asola el medio ambiente y que donde pisa no vuelve a crecer la hierba, como el caballo de Atila.
El caso es que, en lo que a este que les habla respecta, y si la memoria no me engaña, uno jamás maltrató premeditadamente a ningún animal, grande ni pequeño; sí mis amigos iban a “pájaros de liga” a mí me entraba un sueño repentino y pertinaz que me impedía madrugar al día siguiente, fecha señalada para el pajaricidio. Hasta donde la memoria me alcanza, jamás le di la lata a un gato, atándole una lata, y en cuanto al apedreo de perros, actividad tan practicada por las hordas infantiles en mi lejana niñez, estoy más virgen que la virgen, con perdón de la expresión.
No puedo recordar ninguno de los encierros taurinos en los que estuve, por más que lo intento, quizá sea porque nunca me gustaron y siempre intenté (y conseguí) no ir ni a uno solo, y en cuanto a los toros, mis asistencias al coso taurino se reducen a aquellas que mi corta edad no me permitió evitar, pues solo de tierno infante asistí, llevado por mis familiares, a la plaza del pueblo en las fiestas patronales, y para mí aquello suponía una tragedia intima de la que me zafé en cuanto mis años me lo permitieron. Vamos, que jamás le hice daño a bicho o especie vegetal alguna de manera premeditada, si exceptuamos, claro está, algún mosquito ahora difunto, por libar de mis vasos sanguíneos como si aquello fuera tintorro del bueno, o alguna mariposa que, atolondrada, (las mariposas vuelan como si fueran el chiquito de la calzada de la naturaleza) tuvo la mala suerte de cruzar su dubitativo y volatinero camino con el rectilíneo trayecto de mi automóvil. Pero incluso en estos casos lamenté profundamente el infeliz final de aquellas criaturitas que también eran de Dios, aunque yo en Dios, nunca he creído mucho, para que nos vamos a engañar.
Hay mucho ecologista a lo Mengele, para el que solo tiene valor la vida de ciertos animales
Resumiendo, que por mucho que me quieran convencer estos señores, a mí no me hace falta tener un carnet de ecologista, porque lo soy desde el corazón y desde siempre, y a diferencia de muchos de ellos –hay mucho ecologista a lo Mengele, para el que solo tiene valor la vida de ciertos animales- a mí me duele lo mismo la muerte de la oveja que el lobo le mata al pastor, que por supuesto el lobo mismo, al que, por supuesto, hay que proteger contra viento y marea.
Señores, la competición en un medio frágil y precioso, como es la montaña, debe tener, no cabe duda, una estricta regulación, además de un control eficaz para su cumplimiento. Hasta ahí todos de acuerdo y con ganas de prestar la máxima colaboración. En cuanto a los Torquemadas que abogan por la prohibición total de las carreras por montaña y demás competiciones, les aconsejo que dejen de creerse su auto asignado papel de salvadores de la patria ecológica y empleen sus fuerzas, a las que nosotros sumamos las nuestras, para combatir tantas y tantas amenazas reales y extremadamente peligrosas como asolan nuestras amadas montañas