
¡Vaya numerito!
Raúl García Castán. / TRAILCYL
Hace mucho, mucho tiempo, conocí, a la incierta luz de una taciturna bombilla, en una tabernucha de pueblo, a un tipo que, varias cervezas mediantes, me hizo una increíble (casi diría disparatada) confesión. Antes de hablar, miró receloso a uno y otro lado para asegurarse de que nadie, excepto yo, podía escuchar sus palabras, por miedo a que lo tomasen por loco, y, carraspeando, me aseguró que tenía un conocido, amigo de un fulano que era primo de alguien que tenía un hermano adoptivo por parte de padre, casado en segundas nupcias con una chica de Soria, que afirmaba tener un ex novio que una vez, hablando con el padre de un amigo de su hijo en una reunión del AMPA, escuchó a la mujer de este decir que su nuera oyó un día como de pasada, al compañero de trabajo de su hermana, asegurar que él tenía una cuñada que contaba que una vez creyó escuchar fugazmente, en la salida de una carrera en la que participaba, a un tipo que juraba que una vez vio, en otra carrera, a un corredor que no llevaba el dorsal torcido.
Sí, amigos, estáis en lo cierto; al igual que vosotros ahora, yo tampoco lo creí. Aunque las leyes de la física ciertamente no impiden que el prodigio de colocarse bien el dorsal en la camiseta de correr, sea estadísticamente posible, no es menos cierto que el sentido común, ese muro defensivo con que la naturaleza ha dotado a nuestro espíritu para defendernos de lo inexplicable, nos obliga a dudar muy seriamente de que haya podido existir alguien, alguna vez, que haya conseguido colocarse un dorsal que no le quedara torcido en la camiseta.
No lo negaré; hay quien asegura que se han dado casos, pero al pedirles pruebas concretas del prodigioso hecho, unos recuerdan repentinamente que tienen los garbanzos puestos a cocer, aunque en ese momento sean las cuatro de la mañana y estés en una disco afteraguar de esas tomando un vodka con limón; otros se ponen a silbar el Asturias patria querida en versión funky y unos pocos balbucean con evidente embarazo: “esto… pues… ¡parece que se ha quedao buena tarde!”, aunque sean las 12 de la noche y esté nevando. Sí, mis queridos compañeros de penurias traileras, no nos engañemos: tales testimonios merecen tanta credibilidad como la existencia del Yeti, el misterio de la santísima trinidad o la honestidad de un master o una tesis de un político español.
Raúl García Castán. / TRAILCYL
Dos penas penitas penas se llevará a la tumba quien esto escribe, en lo tocante a carreras por montaña: no haber conseguido vencer a Kilian en las dos Zegamas en las que tan cerca estuvo de hacerlo y no haber logrado jamás colocarse un dorsal, antes de una carrera, y que al mirarse al espejo o en el cristal de un coche, no estuviera torcido. Es que no hay manera, oyes. Y mira que uno lo ha intentado una y otra vez empleando las más modernas y sofisticadas técnicas, como por ejemplo quitarse la camiseta y extenderla sobre la cama y, una vez ahí, colocar el dorsal milimétricamente recto sobre la prenda y después sujetar el dorsal con los imperdibles. ¡Voila, conseguido!, se dice uno con expresión triunfante mirándose en el cercano espejo. Craso error. Amarga desilusión. Por arte de birlibirloque, magia negra, vudú o yo que cosa sé, el dorsal que sobre la cama lucía perfecto, ahora está torcido.
Hay quien afirma que esa imposibilidad de colocarlo derecho proviene de los nervios que atenazan nuestros dedos antes de una carrera. Otros creen, sin embargo, que la culpa es de los imperdibles, o mejor dicho, del temor a pincharnos en los pezoncillos al atravesar el papel del dorsal, que al principio parece que no pasa la punta, la jodia, y luego, cuando menos te lo esperas, pasa de golpe, la muy traidora, y ¡ay! Nos propinamos una dolorosa estocada en tan delicada zona.
Los imperdibles, que, por cierto, yo no sé quién fue la lumbrera que les puso ese nombre, pero para ser imperdibles siempre están perdidos. Al menos yo nunca encuentro los míos. En casi todas las carreras los regalan, pero cuando intentas coger cuatro, siempre se vienen unos cuantos más, que a poca sensibilidad que tengas te da por pensar que son familia y te da pena separarlos. De todas formas y a este respecto, si no andas fino, te pueden pasar varias cosas y casos que pasamos a analizar a continuación.
- A) que los imperdibles sean diminutos, lo que, aunque en principio pueda parecer una ventaja, por aquello de ahorrar dos millonésimas de gramo de peso, al final no lo es, por que para ponértelos tienes que ir a comprar una lupa en el chino más cercano (que si es un chino en condiciones, y no un chino como comprado en los chinos, estará abierto en domingo) y además luego, durante la carrera, se te van soltando todo el rato, y con el sofocón no aciertas a pincharlos de nuevo.
- B) que sean demasiado grandes y temas morir de una estocada involuntaria –como antes quedó apuntado- al ponértelos, como si fueras un torero matando al toro (solo que en este caso el toro eres tú, maldita sea), eso por no hablar de los agujeros que quedan luego en la camiseta, que después de eso ya solo la puedes usar para escurrir los espaghettis al terminar de cocerlos.
- C) que el organizador, en un arrebato ahorrativo/reciclador/tocapelotas, decida que solo se pueden coger tres por participante, lo que te puede resultar peligroso, porque la sangre ya se ha ido toda para las piernas ante la inminencia de la carrera y te puede dar un ictus intentando decidir si pones dos imperdibles en las esquinitas de arriba y uno abajo, o viceversa.
Raúl García Castán. / TRAILCYL
Y hablando de Ictus, a mí un día que no tenía mucho que hacer, por pasar la tarde, me dio uno, y en la primera carrera que corrí, ya curado, una vez que se acabaron las vacaciones pagadas en ese hotel tan raro donde te dan de comer pescado hervido y acelgas y de postre manzana asada, le dije al organizador, cuando me preguntó qué nombre quería que figurase en mí dorsal, que me pusiera INVICTUS.
La citada competición era la carrera de la noche de San Juan, en Vitoria, y entre los organizadores del evento se encontraba el ilustre Martiz Fiz, que se reía, conversando con él al día siguiente, cuando le contamos la razón por la cual, uno, había solicitado como nombre de guerra “dorsalero”, ese tan pintoresco de INVICTUS. “¿Quién será este tío tan seguro de sí mismo?” dice que decían él y sus amigos entre acojonadillos y curiosos, antes de la carrera. Otra vez, en la BARBUDO TRAIL, competición celebrada en Jumilla, el organizador me dio a elegir el número de dorsal, dando por sentado que le pediría el 001, pero yo, al ver que todos los dorsales bajos llevaban esos dos ceros delante, le pedí, ante su inicial asombro, que me diera… ¡el 007!. Me hacía ilusión tener algo en común con el irresistible súbdito de su graciosa majestad, oyes.
Dos penas penitas penas se llevará a la tumba quien esto escribe: no haber conseguido vencer a Kilian en las dos Zegamas en las que tan cerca estuvo de hacerlo y no haber logrado jamás colocarse un dorsal
En resumen y para terminar, niños. Que no os obsesionéis con lo del dorsal, que como dijo Torrebruno, que era un señor bajito y regordete -ahora creo que sigue siendo bajito, pero se ha quedado en los huesos- que salía por la tele en los tiempos de Maricastaña, lo importante es participar y divertirse. (Y dejarme ganar a mí cuando participe en la carrera). Ni se os ocurra entregaros a la extravagancia de sujetar el dorsal con imanes, corchetes y otros inventos diabólicos pergeñados por alguna mente enferma que Dios, en su infinita sabiduría, confunda. Ni mucho menos poneros una de esas gomas para el dorsal copiadas del Triatlón, que se empieza por eso, y se termina (y esto va para los chicos) por poner uno un top de esos ajustaditos que marcan los pezoncetes y dejan ver la pelambrera de la tripa. Vade retro, ¡fus, fus!