
Amunt Borriol, el kilómetro 22 y la otra cara de la MABO
Marató de Borriol. TRAILCYL
En Castellón, las carreras por montaña son casi una religión… Y en el Marató de Borriol, los rezos -en muchas ocasiones- están justificados. Y eso que no miras al cielo en busca de ayuda divina, ni siquiera echas las manos a tierra para hacer una genuflexión piadosa cuando superas la ermita del Calvario, aún con todo el poder en tus piernas.
Te inclinas también, cual vasallo al divisar las ruinas de un castillo que te acompaña durante una primera subida que resume a la perfección lo que será tu MABO -para bien y para mal-.
Si el castillo de origen romano modelado por los árabes, se deja mirar, es decir que llegas a disfrutar de las vistas -absténgase los Zaid Ait Malek y otros corredores de zapatilla ajustada y vuelo sin motor-, significa que la carrera cumplirá con tus expectativas y que rezarás por llegar a la meta para disfrutar de ese bocata de salchichas con el que te miman o la buena paella borriolense con la que recuperar parte de esas calorías que has dejado en las piedras levantinas.
“Son piedras, piedras y más piedras”. Esa frase de Carlos Bernard, uno de los locales que conocen a la perfección los cantos y guijarros de la sierra castellonense, te martillea la azotea poco después de leer el enésimo cartel de ‘bajada peligrosa’ o ‘técnica’. Vaya por delante que a este que firma el artículo, el cartelón -para otros maldito- le dibujaba una sonrisa en la cara, dado su afán por convertir las carreras en un continuo descenso hacia la meta.
Sin embargo, a otros las bajadas de piedras de la MABO se convirtieron en un peculiar Vía Crucis y no el interminable Monte del Calvario del comienzo. A los pedruscos, colocados también por arte divino sin equidad, ni una norma preestablecida que ayude a seguir una estrategia a la hora de esquivarlos o pisarlos, se unió en la edición 2019 una sequedad extrema fruto de que en Borriol no han visto una gota desde el pasado mes de octubre.
Normal que si el polvo se te metía en los ojos cuando descendías, intuyeses que poco antes te precedía un compañero o compañera de fatigas participante en ‘la inédita’, el sobrenombre con el que se bautizó a la carrera en su décimo tercer capítulo. ¿Y por qué este nombre? Porque al clásico recorrido de 42 kilómetros se le sustituyó por uno de 28, un éxito dada la participación, con más de un millar de corredores, con un 25% de corredoras y medio centenar de clubes.
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En la inédita, una de esas carreras para recordar, el final -como no podía ser de otra forma- se hace bola. No por feo, difícil o diferente, sino precisamente por ser eso, el final. Llevar ya más de 20 kilómetros de montaña y padecer y disfrutar -a partes iguales- un terreno que te exige atención prácticamente en su totalidad.
Estoy seguro de que los últimos kilómetros también se le hicieron largos a Zaid, al que los avituallamientos le jugaron una mala pasada; o a Rosa Navarro, quien tuvo que acelerar hasta el final con su llegada casi al esprín con Gisela Carrión. Nada más y nada menos que una victoria en toda una Copa de España.
Pero…, ¿A quién no se le hicieron largos los últimos seis kilómetros? Salir del último avituallamiento con la vista en lo más alto y el sol en la nuca convertía el final en una romería de corredores que luchaban por coronar para lanzarse a un descenso sin piernas en la mayoría de los casos.
Y en la cabeza los carteles de la ruta Fontanar-Pererola, la vista del magnífico Puerto de Castellón al fondo o las anheladas calles de Borriol, atestadas de gente animando al primero, pero también a esas tripletas de corredores invidentes, que con todos estos ‘incovenientes’ volvieron a dar una lección de superación entre las rocas. “Piedras, piedras y más piedras”, parafraseando a Bernard.
La MABO, una de esas carreras señeras, a la que rezas para que llegue, pero -a veces, y solo a veces- también para que termine. Hasta el año que viene amigos.